Dublineses o el inútil combate

Ensayo sobre Dublineses de James Joyce.

James Joyce, Dublineses - Dibujo de Andrés Vico, Epilepsia

1. La vida como hipótesis de trabajo



Si por un instante renunciamos a examinar la obra de James Joyce analíticamente y nos alejamos para contemplarla en su conjunto, se nos presenta una masa de forma singular y dimensiones impresionantes a la que constante e irremediablemente debe volverse la mirada. Su influencia, en cambio, resulta en general desconcertante y, en ocasiones, produce la sensación kafkiana de que hubiese abierto puertas por las que nadie más estaba destinado a pasar.

Cualquier aproximación a este autor requiere como punto de partida necesario, aunque no por ello suficiente, un adiestramiento en la paradoja, estudiar sus resortes más íntimos hasta que se nos hagan familiares. En tal sentido podemos ya dejar caer la primera: la presencia de Dublín en la obra joyceana. La relación de Joyce con Irlanda, en general, y con Dublín en particular, se parece menos a una concesión graciosa y apologética que a una feroz invectiva.

Sin embargo –y aquí entra lo aparentemente paradójico- es la invectiva de alguien que se siente profundamente ligado a las circunstancias y al destino de su pueblo, desarrollada con crudeza y genialidad a lo largo de cuatro libros. Es así que la obra de Joyce se asemeja a la estructura y concentración discursiva de un sueño, por cuanto consiste siempre en el mismo tema básico replanteado en todas las formas y con todas las variaciones posibles.

Resulta altamente sugestivo, además, el hecho de que lo que luego de siete años de trabajo llegó a convertirse en el “Ulises”, comenzó siendo, quince años antes, un cuento breve para “Dublineses. Si bien los exégetas del Ulises probablemente no saluden con beneplácito un plus de complejidad al ya intrincado análisis de dicha obra, el dato de su génesis revierte sobre su naturaleza primordial e invita a comprender el libro como otro intento de Joyce por denunciar el alma de esa “hemiplejia o parálisis que algunos llaman ciudad”. Acaso algo muy parecido pueda decirse sobre “Retrato del artista adolescente” aunque en este caso los aspectos autobiográficos son algo más evidentes.

Pero Dublín no sólo es el centro de su obra. Si nos tomáramos el trabajo de dibujar sobre un mapa los movimientos realizados por Joyce a lo largo de su vida, esa trayectoria muy probablemente se parecería a la de un yo-yo girando en torno a un centro, alternativamente en su seno o su apoquiro, pero invariablemente referido a él.

Por ello es preciso no perder de vista que al emprender la tarea de disecar la ciudad de Dublín y sus habitantes, de medirse con sus fantasmas, de desnudar sus defectos, sus vicios, sus debilidades, en suma, su parálisis, el autor reconoce su condición trágica de miembro integrante del objeto analizado y no sólo de mero comparsa del drama colectivo.

2. El fantasma de la libertad



Toda manifestación de parálisis recuerda en cierta forma unas palabras de Casandra, personificación de lo pasado y lo por venir, del tiempo que se detiene en el presente para develarse hacia atrás y hacia delante: “...¿qué puede hacer un tiempo más? ...Basta de vida” (Dicho sea de paso, sólo la antigüedad conoció la grandeza de superar lo inevitable aceptándolo por propia voluntad.)

“Me muevo, luego existo” parecen afirmar los personajes de Dublineses toda vez que el demonio de la actividad se infiltra en su sangre “y si existo he de seguir moviéndome”; moverse para olvidar el diálogo interrumpido, para llenar el vacío de la faz que se ocultó. Todo se degrada en una torsión del intelecto sobre sí mismo. La duda de los personajes no proviene del exterior sino que ya se encontraba en su interior y les estaba predestinada.

Más allá de la invención y la impostura, los únicos tormentos que cuentan son los que surgen a pesar de la voluntad, sólo vale lo inevitable. Los personajes se mueven, pero en último término no eligen “quedarse” en Dublín sino que eligen “no irse”. La decisión de permanecer implicaría un compromiso con el lugar en el que se está, mientras que elegir “no irse” supone definir un espacio negativo puramente por alejamiento del exterior.
Es estar en dos lugares al mismo tiempo y no estar en ninguno, un déficit del ser, la tentación de la tristeza.

Mientras más lejos se está de las apariencias menos se necesitará de signos que las realcen o simulacros que las denuncien, en ambos casos obstáculos a la hora de buscar lo importante, el fondo último del silencio.

Por tanto, no hay silencio frívolo o superficial, todos son esenciales y cualquier vocablo en estos casos equivale a manchas en el silencio (Véase el pasaje de “Las hermanas” en que el niño es perturbado por el rezo balbuceante de Nannie y, en general, el papel que juega el silencio en todo el cuento: “.....carruajes a la moda que no hacen ruido...” “...se calló como si estuviera en comunión con el pasado.....” “...el silencio se posesionó del cuartito.....” “Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa....” etc.)

Como imágenes fuera del tiempo, antes que desarrollarse, las situaciones se repiten con sutiles variaciones. De tal suerte, se genera una "stasis" entre la expectativa y su realización. Tal como en un sueño, no hay liberación posible hasta que despertamos, y no porque el sueño haya terminado.

De la misma forma en que Wittgenstein definía el silencio a partir del exceso, la parálisis joyceana se edifica sobre una idea de saturación, una superposición de posibilidades que vuelven sobre sí mismas para morderse la cola. No es solamente que las historias estén habitadas por el silencio: ocurren dentro mismo del silencio, y es precisamente su devenir lo que produce las manchas sobre el continuum del lienzo. Es el silencio y no el ruido el que funciona como el golpe de bastón del monje Zen. Invita a olvidar lo que ya ocurrió y desalienta cualquier curiosidad acerca del futuro. Aún así, lentamente iluminados, los detalles se revelan con discreción, las capas se entretejen y disuelven, liberándose del peso innecesario, hasta alcanzar una implosión de éxtasis en la que el aburrimiento es el síntoma de la conciencia. La vida se derrama de pronto por un hilo suelto.

3. Ritual de lo habitual



Mientras los personajes transitan por la ignorancia –náufragos en la calle de la providencia- las apariencias conservan una sospecha de inviolabilidad que permite amarlas y detestarlas, estar en lucha con ellas. El saber, el despertar, suscita entre ellos un hiato. Pero, aun así, se percibe lo gastado que está por venir y todo se vuelve virtualmente pasado, es la asfixia del devenir, la saciedad por carencia, la gran parálisis. Se construye de este modo un tiempo que no se mueve, una tensión en la monotonía que no se abre a nada, ni siquiera hacia la muerte, se descuenta el desenlace y si se prosigue es por ausencia de fuerzas para capitular en la caída.

Precisamente la idea de “caída” aparece implícitamente en casi toda la obra de Joyce y de modo ostensible en “Finnegan’s Wake” cuando el personaje principal Tim Finnegan cae de su escalera –se precipita desde se orgullo, cual Humpty Dumpty- representando la caída de Lucifer y del hombre.

La única salida de esa aniquilación en pequeñas dosis está representada por algún sobresalto de vida, una virtualidad de luz que permita empezar de nuevo y jugar con inteligencia las cartas que tocaron en suerte.

En este sentido, cualquiera –persona o personaje- que no hace un poco suya la frase de Keats “Después de todo hay algo real en este mundo” (“algo que valga la pena” diríamos nosotros) se coloca para siempre por fuera de la acción y fuera de la vida.


Alejandro Keller
ilustración: Andrés Vico

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