Femme Fatale

Necios los apaciguadores que no se intentan
las maravillas si no sortean paralelos
entre la muralla y la aureola
entre la esfinge y el clítoris
entre la torre y el seno.

Interno mi panza rastrera
caminando desde mis contornos
reiterando ofrendas
donde incendio lo que no tuve
entonces cada día
la misma familia se arrejilla
y tenemos islitas orbitando
sobre una rambla de fuego.

Los que llegaron a portazos
cocían mi lonja a dedo limpio
ardor ciento por ciento
nunca si un tecito
y por sólo el tecito.
El sacrificio huye corriendo loco.

Sigue flotando pueblerina una carrera ilícita
donde los enigmas son antojos.
Las distancias me hacen tan extensa
porque predicar es traer al presente:
las figuras de hielo y su rejilla
donde se esparce el golpe,
y un bramido forjando su propia convocatoria.
Están igual inertes,
siguen con apuro, sin apuro,
arrancando los rincones de las flores
despidiendo los reclamos de gente que no habrá de irse nunca.
Releyendo notitas rápidas o notas que agarrotan nudos.

Y perderse en la escala de una línea ecuatorial.
Llamarse a uno mismo y quedar plantado.
Desmayarse tímidamente.
Ceder a los saqueos de esa baba invisible.

Manuel Barrios
Hábito

ak, Nada que predecir

Conocí una mujer que tenía el don de ver el futuro. Lo tuvo desde muy pequeña. Sus padres eran artistas de circo, trapecistas, y cuando cumplió 15 años se decidió en asamblea por mayoría de votos (apenas con la abstención del domador de leones y dos osos, más un voto anulado de las pulgas amaestradas) que ya estaba en edad de comenzar a trabajar. En el siguiente pueblo en el que se detuvo la feria, tuvo su primer experiencia como "Zolda la magnífica". La puesta era sencilla y predecible, una carpa verde con líneas amarillas, una pequeña mesa circular con un viejo mantel color borra vino, una bola de cristal polvorienta, un mazo de cartas incompleto (faltaban los ochos, los nueves, e inexplicablemente, también los cuatros y el rey de copas), un pañuelo blanco gastado cubriéndole la cabeza. La gente comenzó a llegar a la feria. Durante horas nadie entró en la carpa de Zolda, que simplemente se aburría. Finalmente lo hizo una mujer de unos 40 años, muy delgada, de apariencia triste. Se sentó y preguntó: "¿algún día seré feliz?". Zolda se puso nerviosa, no supo qué decirle, no supo cómo fingir que consultaba la bola y miraba las cartas. Le dijo que sí, que muy pronto sería inmensamente feliz. La mujer salió de la carpa sonriendo. Quizá fue precisamente el efecto de su radiante sonrisa lo que invitó a los demás visitantes, porque la gente comenzó a frecuentar la carpa a intervalos mucho menores. Con el paso de las horas Zolda se sintió agotada y su don comenzó a perder pie. Podía seguir viendo el futuro, pero ya no controlar la distancia de ese salto y de pronto sólo veía frente a sí torpes bocetos de cadáveres. Fue así que su respuesta pasó a ser siempre la misma: "¿qué importa? usted morirá, usted morirá" respondía a todas las preguntas. Fue la última noche de Zolda la magnífica. De todas formas al mago le hacía falta una asistente.

para Sara