Sobre la memoria

Claudia, me cuenta que cuando era niña frente a su casa le grafitearon  “Gorda hija de puta”, sin ninguna razón; que desde ese momento comenzaron sus miedos a la noche, que la solución fue dormir con la televisión prendida, volverse loca por los sonidos repetitivos y obligarse a ser sorda.  Cuando le llega el sueño, la veo irse a la cama con la computadora bajo el brazo. 

Toda la noche, solo pude pensar en ese recuerdo, en el recuerdo; ¿es algo tan simple como imágenes y momentos del pasado que se asientan en la mente? Uno puede llegar a destruirse en tan solo una hora frente a otra persona solo con el relato del recuerdo. 

El afán por traer a la boca esos pedazos de vida, como un boleto de transporte gratis, de ida y vuelta. La adicción reminiscente. Siempre tuve miedo de quedar atrapada allí; he sido testigo de cómo -los recuerdos- se adueñan de los cuerpos viejos, de los cuerpos enfermos y débiles. Un encantamiento de repetición, una y otra vez, una y otra vez, la misma historia, las mismas pausas, las mismas risas, los mismos gestos. Me pregunto si eso es envejecer o es un intento por seguir existiendo. 

He visto también, cómo los recuerdos se transforman; herencias y familias enteras destruirse por objetos que solo valen lo que sienten, la alegría del reencuentro con esa frazada que te abrigó la niñez, olores atascadas en adornos sobre la calle de alguna feria, que pasarás hoy, para comprar ese florero de vidrio, que pondrás sobre el mueble de tu nuevo consultorio, un nuevo adorno con amnesia, pronto para dar nuevas flores. 

Por otro lado, existen los que se recuerdan mal. Por ejemplo, los míos, son compartidos con mi hermana mayor. Nací un día antes que ella pero cuatro años después, ambas en bisiesto; suficiente para que mi madre los entrevere; adapte nuestra realidad a su memoria, nos cambie la hora en que nacimos, -con todas las catástrofes astrológicas que eso puede traer-, confunde las anécdotas del día en que una de las dos  se volvió más fuerte, hasta nos niega aquellos que aseguramos propios. Mientras tanto, con Inés, peleamos para adueñarnos de ese cacho de infancia que nos han repetido, que creemos que nos pertenece.. Y de ese modo crecí, no sabiendo bien cómo lo hice, y creyendo tal vez que la respuesta a quién soy, tiene un nacimiento en ese pasado inestable y mentiroso. 

Pero hay una clase de recuerdo, que aún no lo deduzco y no me animo, y es el que no tiene imagen, el que no sale por la boca. Ya más carne que relato, como huésped del alma que alimenta al cuerpo vacío de respuestas, a veces tan grande, que te hace creer en Dios.

Sigo sin saber por qué el perfume de los árboles del parque rodó me hace insoportablemente feliz, mientras que escucho a Claudia hablar con su madre por teléfono, contándole que tuvo un sueño sin imágenes, del más horrible de todos, que no sabe si es real, pero que si lo recuerda, llora.

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