Si conocer es poder interpretar una cosa ausente, para conocer un lugar, primero hay que salir de ahí; mirarlo de lejos, perderlo de vista, y no ver nada.
El lugar comienza a trascurrir en todo lo que contiene y que no forma parte de él; por ejemplo, un recuerdo que evocamos, que no es una imagen sino su reverso. En eso consiste la imagen; es la dimensión donde almacenamos la penumbra, lo que no pudo ser nombrado. Si el lugar se llama América, África es su recuerdo.
La memoria es el camino de regreso a algo que la excluye: la historia de lo que creímos haber visto y no vimos. Pero de espaldas al escenario de esa historia o de una historia cualquiera, está ese que salió, el que miró de lejos y dejó de ver, quien es parte por parte - aunque indivisible- el lugar donde se encuentra; a quien le bastaría ver lo que falta en (y no de) su propio pasado para conocer el sitio que se esconde detrás de su imagen.
El recuerdo sólido se construye sobre una percepción tan leve como la nada; alcanza a registrar una sombra de polvo sobre la luz. Y al polvo le llama claridad, y a la luz le llama olvido. Escuchando atentamente (porque no es más que la tensión de una escucha), el principio del recuerdo se convierte en sus mayores miedos para vencer a los otros. Él no sabe que antes de convertirse en ellos, sus miedos ocurrieron sólo para darle un sitio. Se hizo incandescente sobre el resplandor, más luz sobre la luz: se escondió, como el mundo, en los intersticios del vacío.
Sobre la percepción crece el recuerdo, con los miembros del sentido, y sobre la memoria, un rítmo opaco con forma de cuerpo, y sobre él una playa cuyo recuerdo es el mar, y sobre la angustia indolora del mar, el cielo en retirada, el puro irse del cielo.
Introducción a la superficie del miedo
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