Santiago Márquez, Leprosario


A veces me conmueve no verme reflejado en nada de este mundo, un cielo cristalino se desviste y busca dar sentido a nuestro andar circular por este pasto de la vida. No eres sincero, tu máscara de perro no te permite respirar esta tarde, ya que, HOMBRE, suena a tus oídos como algo a resolver y una necedad prematura a la carga de las partículas fuertes de humanidad. El hogar magnífico en que se alzan tus ojos como larvas húmedas no conmueve más a este minúsculo y necio despertar, aunque resultes un dígito nulo y suplicante para los tecnodioses de esta esfera de fuego viscoso. El hambre de esta gesta es un primer sentido que dimos a la directriz de la misión.

La nada, la explosión de todo lo nacido para perdurar, Dios, que es la muerte, que es el ser y el no ser y el para sí y el en sí, que son toda la vida, completamente inconcientes todos de todo, perfectamente deslumbrados ante cualquier obstáculo de la visión, ante la rama de cerdo en el ojo de una viga de estampita de la idea que suponemos tener del primer mundo. Pero somos (somos) caracteres bordados en la camisa de un hipócrita, un sacerdote analfabeto de una religión aún no creada, que dará forma convexa a la nada, que nutrirá de agujeros toda nuestra constitución fálica, para luego convertirnos en el humo de los caminos ciegos. Y te encantaría no proceder de ninguna parte cuando todo cobra vigencia en el descarne de tu último rostro.

Nacemos, dotados o no de una completa seguridad en la bipartición de nuestro armado. Somos rígidos y quebradizos, nos disuelve nuestra propia estupidez, aunque ignoramos que es nuestra posibilidad de multiplicarnos, extendernos en sentido y celebridad horizontal, global. Dios nos viola más que la conciencia y estamos bajo la lluvia, en una calle sin costados, creyendo que el principio de todo es todo, mirándonos los pares de pies y señalando lo que no hay en un arriba provisorio. La unidad primordial se quiebra y devasta de solo saberse. Somos un individuo profundamente esquizofrénico, o eres, tan rígidamente personal, que ves variedad o diferencia, donde solo está tu cara, extendida por toda la superficie de la tierra, sin lugar para espejos o preguntas, o aún un solo acto reflexivo, que requeriría del viento.

La madre, romper la madre, rompernos, madres de llanto fingido. Tres madres anales en la inteligencia de los videojuegos, un mercado para las fijaciones que impliquen comida y gritos. Las menudencias del mercado editorial-siquiátrico desvistiendo de propósito a toda nuestra calma social, para que muera de frío, en manos de bocas con lenguas ortopédicas que dicen lo siguiente: “Perro dólar, máquina de carne y dientes, hambre de tus dientes en la sonrisa-puerta-dimensional, perro culo, vientito que no abre las ventanas para no ver al miedo dosis cínica nula. Toro en mis pezones crispados, sinceridad de un naufragio creciente donde los tajos son vidrio resecado en los ojos. Muro de ceniza para contener el paraíso donde se sufre más que al nacer, pantalla de nuestra única alma.”

A los tres años soñé y volví a soñar con esa mujer enorme, que me perseguía con el único fin de tragarme con su vulva. Era un dios exclusivamente material, era carne azul con un único sentido. Los hombres tortuga se anuncian, anuncian todo el daño que pueden causar, toda su sabiduría aplicada al terror. ¿Y qué corona tu cabeza? Un vector que rompe el cráneo buscando vaciarte en el crujido de los hombres tortuga, un pequeño sombrero de suicida, dorado y filoso, la hora de una vejez no deseada e irreversible. Dios también tiene ese rostro, y se explica a sí mismo en un sol dentro de un sol dentro de un sol que está dentro del primer sol. Soles amebas, creyendo aún en una revolución de los estratos biológicos que nos haga conscientes de Dios.

El nombre de la aristocracia intergaláctica es cualquier palabra diseñada en cualquier sistema. Pero sus funciones son poco difundidas. Callar y despertar. Dormir y evaporar. Disolver o permutar uno o dos átomos, intervenir un solo neutrón, para mantener su poder, hacer callar a un testigo, o dar presencia química a la idea más genial. El mercado editorial-siquiátrico está comunicado con la aristocracia intergaláctica, tanto la literatura como los leprosarios son minuciosas estrategias de poder, de un poder que atraviesa la idea que tenemos de individuo y elección, dejándonos contentos o aparentemente conscientes de acciones que solo apuntan a mantener el juego, sugerir, ocultar, manifestar. Los delirantes a menudo creen conocer verdades que comprometen su vida, pero solo están siendo el cuerpo de algo planeado, una o dos cartas que se muestran para mostrar también como pasan inadvertidas porciones de la realidad.

El dios carne se despierta cansado un martes de madrugada. Busca algún indicio de la noche anterior en sus ojeras y encuentra los tatuajes de todos los orgasmos de dioses más audaces y flotantes. Ofrece una manzana de mármol y todos nacemos sin dientes, en la materia. Pudo llamarse la amistad el dios carne. Y eso es algo hermoso. Es un sacerdote manipulador del mercado editorial-siquiátrico, vende ojos de voyeurs en el mercado negro celestial. Claro que desearía ser el deseo, tan solo el deseo, para abandonar su condición de carne excluyente de toda metafísica. La objetividad reclama tus mentiras, ya mismo, para ser empotradas en la espalda del bagre japonés.

Dejo de existir en tu cuerpo, si es que hay cuerpo. Soy un ciclo de hemorragias que prometen repetir todo en un siniestro ciclo de hemorragias que me tiene por centro. La música de este futuro incierto en que te encuentro deja ver que todo el futuro cobra sentido ante tus ojos al solo saber de mis anotaciones sobre los aeropuertos y la posición fetal. Pudiste hacer una nave con mi último suspiro. Dejamos de tomar agua por varios días, dejamos de fumar y de comer. Un nudo de fuego y golpes prometió matarnos por alguna estúpida razón, a las cinco de la tarde, sabiendo la verdad, volviendo al mundo como fantasmas del tamaño de una uva que hablan al oído a los vivos. Vi la luz al final, me inyectaron mi último suspiro por una jeringa sucia en tu cama de perro. Fui, angelito imbécil hacia la luz, y hoy dudo de estar en el mismo universo que antes de eso, dudo de si ya viví mi última muerte. En el leprosario, viejos perdedores de un mundo mejor, los azules y rojos, hacen inteligentes juegos de fantasmas con su único testículo.

Jóvenes adictos sentados en lagunas de curación a corto plazo en el leprosario. El bosque incendiado fue el de mi infancia, que sonreía en una casa de balneario cuando tú eras yo y todo era tan celular. Mamá era mamá y nadie más. Las cosas se aprendían y con algún atisbo de utilidad. Mi bicicleta era la bicicleta categórica, significaba todas las bicicletas existentes y posibles. Pero dios ahí, con cara pacífica de barba de nube, empezando a confundir a los extraterrestres con el sentido religioso del almuerzo. Y los extraterrestres ahí, con la mentira del cuerpo individual y la consciencia, sabiendo que manipulaban a nivel celular y subatómico todo el sentido de mi tristeza.

La estrella es el temor al sol. El fruto del trabajo es la mutua dependencia con la nada. Nos reunimos para dar forma a una montaña de papeles, a kilos de papel inútil. Presentís que la libertad es un concepto tan primitivo como cuerpo, o más que mente. Pero tomamos en serio a inmensos paneles con minúsculas dosis de información en caracteres gigantescos. Y se pierde el día en el humo de una creencia que no se corresponde con nada razonable, nos erguimos como árboles sedientos de sol y llevamos nuestros mil rostros a las alturas, sintiendo un sentido unitario para cosas que se desconocen entre sí, busco tus manos y están iridiscentes de la sinceridad que te lleva a preguntarte por lo ajustado de que haya una primera persona al enunciar. Y te decidís a buscar la manera de hablar de lo que es, desde dentro.

La imbecilidad de la luna me llama todo el tiempo a diluirme en su corona de espinas. Trece búhos discuten ahora el asunto de si tiene algún sentido todo esto que dan en llamar universidad editorial-siquiátrica: el mundo.


Santiago Márquez
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ilustración: alotropico