10 preceptos paganos

1 – Ten la certeza de que el mundo te lo debe todo, pero de lo poco que te pagará no aceptes nada. Es un vil soborno.

2 – Adquiere la visión todas tus posibilidades, pero no realices ninguna ni te aboques a otra tarea que a la de hacer más nítida esta visión.

3 – Desdobla el amor en odio, el odio en amor, y así con todos los opuestos; hazte perpetua contradicción cada mañana, y goza cada tarde de la suprema distensión de tus músculos: ella será tu confirmación.

4 – Confía sólo en la enemistad de todas las cosas entre sí.

5 – Vuélvete centro de todas las cosas y atrae su enemistad hacia ti. Colapsa ante semejante enemistad cuantas veces te sea necesario para aprender a amarla: sucumbe entonces de amor. La cobardía suprema es negarse a sucumbir. Esto significa necesariamente agonizar toda una vida (tristeza).

6 – Todo debe importarte – a todo debes importarle (ad hoc). Las jerarquías deben ser disueltas, los matices, abolidos.

7 – El arte es una agonía, la filosofía una pusilanimidad suprema que ni siquiera se admite entrar en agonía. Tu lenguaje es el lenguaje franco de la autoridad. Lo tienes todo por perder, no tienes nada por ganar: échate a perder, ¿qué importa quién o qué te gane a su favor o en su contra?

8 – Nada de mezclas, nada de compromisos, cada cosa es pura excepto en sus intenciones, todo sujeto está enfermo de predicado. Tus predicados, en cambio, son infinitos: ellos mismos son sujetos. Así eres uno y eres todos.

9 – Exprésate en todo, háblale a todos - nunca te dirijas la palabra a ti mismo o te pondrás enfermo.

10 – Muérete siempre. Cada día eres un recién nacido.


Sebastián Acosta y Lara

La partuza de la muerte

Andrés Vico

Habría un mundo con una fuente y en ella los transeúntes estarían tirando piedras camino al trabajo, camino al colegio, camino a una reunión familiar. Al llenarse la fuente, se haría una gran expedición, reunión o evento. Los interesados se juntarían a tratar de suicidarse, y aunque algunos lo lograrían, la mayoría se limitaría a simular, con distintos grados de riesgo, dolor y revelación. Habría cuchillos y armas de fuego, alcohol, tabaco y otras drogas, juegos de azar, abortos, peleas y puestos de choclo, máscaras y mucha música, pero también proyección de películas, tranquilos foros de conversación, habitaciones múltiples y simples, serpientes atadas a las columnas y leones sueltos pero castrados. También habría manjares salados y dulces, caníbales y vegetarianos, y habría zonas distintas y zonas entre las zonas y entre ellas zonas, ambiguas y claramente definidas, pero todas accesibles para el que logre llegar. En la puerta habría un gran letrero con el imperativo: CUIDATE. Habría un cura, policías y militares, profesores, oficinistas, trabajadores, ejecutivos de cuenta, empleados de Mac Donal, doctores, filósofos y artistas, comerciantes y artesanos, madres, hermanos, compañeros, amigos, identidades, secretos, métodos, ideas, todos en la puerta, y adentro lleno de muertos, de moribundos, de brotes sicóticos y muchas almohadas, mucho algodón, niebla y agua tibia, y masajes relajantes, pero también mucho relajo. Y al final se juntarían todas las piedras de la fuente y se haría una gran montaña al lado de la fuente, encima de los muertos.

alotropico

ilustración: Andrés Vico

Chanchanal o la virtualidad del gran incesto


El cinismo tiene culpa pues quiere que nos atengamos a los fines de la naturaleza mientras que los valores son reglas de una determinación indirecta de los fines de la naturaleza. Ellos tienen razón al decir que los valores no son más que medios, pero sometidos al tribunal de la razón los valores se convierten en la finalidad del ser razonable.
Los bichos arrimaron al fogón su presencia. Hace rato la mano nos traía hechos bola a mí y a las cosas de al rededor, pero esto venía siendo de mucho antes. Unas chinches chapoteaban en un charco de leche como chanchos, entre que un resplandor lagañoso me hacía sentir que la luna estaba cerquísima. Será posible, cosa más linda, pensaba con la tierra en la espalda. Sea que estaba acostado o que ella, la tierra, se hallaba medio erguida, a manera de penillanura, o en cualquier otro caso, montar no era fácil. El caballo se acomodaba como podía por ser bicho fiel pero yo, cuya fidelidad comenzaba a poner en duda, no paraba de buscar una postura de provecho. En tanto, la nube crecía. Caían hermanos de acá, caían hermanos de allá; de todas partes caían hermanos como en bandada, al fogón. Cada uno traía miel y jengibre de todo remoto para obsequiarnos y nosotros le dabamos a su vez de lo nuestro. Así, como salidos de un mismo huevo, los ríos venían arrastrando el rumor de los que llegaban rato después, arrastrando el ruido del río. El árbol traía la madera y los bichos una mirada penetrante estampada en el semblante sin miramientos. Con más razón, la nube crecía. El alboroto se iba retazeando en espiral, dándo la impresión de un sacacorchos visto de adentro. Por lo tanto, si algo aprendimos de nuestros antepasados, mejor.

Por otra parte, las hojas cayendo en escozor sobre el cuello y lo demás era todo como para seguir atrayendo paisanos, aunque más no sea de vicio. El polvo se reboleaba por los cuatro vientos y a veces más. Era viernes, día en que las carretas antiguas pasan a recoger. Se dice que cuando el sol se escurre por entre los rayos de las ruedas, te agarra una sensación por la que, habiendo una buena causa, matarías a tu madre sin pensarlo dos veces. Por eso estábamos agradecidos; no por matar a la madre sino por no tener una buena causa y poder así disfrutar de la madre, presente ahora bajo la forma de firmamento, bajo la forma de un pueblo unido bajo la forma. Era así de bueno y bueno, así era; las carretas ardiendo en el fogón para regocijo de la nube.

Epa amigo, le dijo un hermano a otro, habrá que jalar las hilachas para tener contento al descocido, si te lo diré yo que vengo de ahí, ¿O no me vas a decir?

Sí, respondió el otro, el que no haya estado que me pregunte.

Sucesivamente, los dos hermanos se adentraron en el fogón; primero uno y después el otro, mientras este último repetía, preguntenmé, y ensanchaba las fauces complacido, mostrándo entre los dientes restos de comida. El día que agarre un chancho, pensaba yo, le doy hasta reventar. Ese fue el día. Le di trote al zaino para que se reviniera y así pude dar caza a la presa. La tomé con una mano detrás de mí y la otra delante de ella y la miré. No hay nada cerdo en este chancho. Nada más es una chinche. ¿Nada más?, pensé, y me la zampé en un bintén.

Había una criatura que hacía mucho que no veía. Al principio la sacaba de algún lado sin saber de dónde, pero mis dudas se disolvieron cuando sus ojos se cerraron. Esos párpados no cambiaron nada en todo este tiempo. La vida la había puesto distinta con el porvenir de antaño, pero la manera de caminar era inconfundible, excepto por una pierna. Llevaba una flor en el ojo y tenía un vestido largo hasta el muñón. Pensé en hablarle, pero para qué si hace mucho que no sé nada de ella. Entonces me dieron más ganas. No le hablé. Ella se paró en seco, miró para el costado y así, con la cabeza torcida, se metió en el fogón y chispeó.

Media hora después, al abordar hacia un lateral, no abandoné el paisaje ni por un átomo. Los prados se encontraban cubiertos de visitantes de, por ejemplo, doquier, que iban todos viniendo. Sobresalientes, algunos de ellos se destacaban de los otros. Su similitud mutua los hacía notoriamente distintos. Sin embargo, los más eran tan iguales a ellos que parecía raro.

Eventualmente, un personaje que no me era indiferente se trepó a una rama sobre el fogón. Miren que bueno, decía, que bueno, y colgaba de pies y manos de tal manera que se le chamuscaran los pelos del culo. Ipso facto, algunos curiosos se aglutinaron a cuchichearlo. El personaje se dirigía a sus propios pies: pisen para arriba, les decía. Ellos obedecían. De golpe, un súbito improviso se vió venir. Una bola caía hasta darse contra el piso. Era el personaje. Jeje. Para caminar están los caminos, decía, los pies deben ser para otra cosa. Alguien que estaba al lado de un chancho gritó. Era el personaje. Para volar no hace falta ir a clases. La concurrencia comenzó a zumbar y muchos se treparon a la rama, que ya estaba rota en el piso. Yo trepé, pero pintó prudencia y me fui a otra parte del árbol. Entonces la sed me distrajo. Tenía que bajar la chinche con algo. Debajo de mí estaba la orilla del río, justa, llena de especies. Un caso interesante era la piel húmeda, ligeramente peluda de un chancho. A la hoguera con él, pensé, y allá fuimos.


Leandro
Año dos mil y pico